(Me valió separar en dos post, porque ambas merecen mención y son totalmente diferentes).
Ahora, en Bogotá, las cosas superaron toda expectación. Una corrida de toros. Con gallardía y torería por parte de ambos espadas. Un verdadero mano a mano entre dos grandes de los últimos 15 años. Un mano a mano con historia, que solo podía tener un final, el mismo que tantos aficionados presenciaron en muchas plazas del mundo. Ambos toreros saliendo a hombros por la puerta grande. Una imagen que se repitió en mi memoria. Era muy pequeño cuando la vi por primera vez, y hoy después de muchos años, al definitivo adiós de uno y (creo yo) la recta final del otro, pude volver a verle con esa emoción y nostalgia de mis primeros recuerdos taurinos. Y con mucha suerte, tuve a mi padre y a un amigo suyo, veterinario por varios años de la Junta Técnica en Cali (persona muy importante en mi afición a la tauromaquia), presentes. Y a mi hermanita que a sus poquísimos 15 años es una verdadera aficionada y en cuyo criterio siempre doy crédito. Pude revivir viejas épocas, emocionado hasta los cojones por ver tanta torería, tanta ortodoxia, tanto clasicismo en el ruedo.
César Rincón derrochó arte y técnica. Y Enrique Ponce no se quedó atrás y respondió con valentía, entrega y torería. Una tarde inolvidable. Tarde de 8 orejas (que no se sienten vacías) y dos indultos que son bastante discutibles pero que no vale la pena entrar en polémicas porque fueron la muestra de bravura y casta en el ruedo. En el primero de la tarde, Rincón brindó a toda su cuadrilla: Anderson Murillo, Viloria, Gustavo García, El Piña, Chiricuto y su hermano que siempre fue su mozo de espadas. Y cuajó una faena donde todos sus subalternos dieron lecciones de buena lidia, ubicando al toro donde debe ser, sin exagerar en los capotes. Picando y banderilleando como es. Todos sacaron una tarde de alta nota, en función de un maestro de orquesta que dirigía con grandeza la lidia de sus animales. Y con la muleta Rincón lidió con verdadera forma, logrando la poco frecuente comunión entre toro y torero, corrigiendo los «errores» de la bestia con cabeza e inteligencia.
Todos estabamos entregados ya, y nos restaban 5 toros. Enrique Ponce, con ese saborcito que me había dejado en Medellín, debía salir con aires de grandeza, a no dejarse opacar. A defender su orgullo torero. Y también se paró en la raya. A dirigir con maestría a sus subalternos. A lidiar en todo momento, con el capote, la voz y la muleta. Brindó con sincera admiración a César y con doblones muy toreros llevó al toro a los medios del ruedo. Ahí se plantó y ejecutó una faena de grandeza. Con una plasticidad, un arte, una ortodoxia que «contra-atacaba» a lo propuesto por Rincón. Pensé que estos enfretamientos no se daban ya en los ruedos, y acá se dio un verdadero duelo, de sangre, arte y arena. Pases de pecho, redondos en un palmo de tercio impávido, toreros desplantes. El público ebullía, y el toro -algo dulzón- seguía embistiendo. Pudo haberle matado, así debía hacerlo evitando tanta marrulla con el ayudado y la espada, pero la gente y el presidente concedió el indulto. Totalmente discutible, sí, pero ya había el salido el pañuelo amarillo y el triunfo de Ponce en la tarde más importante de la temporada colombiana estaba consumado. El toro era de vuelta al ruedo y eso, pero la faena de Ponce fue verdadera. Sin triquiñuelas ni ventajas. En su sitio, en su arte. Y la pelea estaba casada.
Volvió al ruedo el Maestro Rincón. Recibiendo al toro y embarcándole la embestida con tan solo dos capotazos. Y ejecutando verdaderas verónica, con la tela entre los pies. Fajando una verdadera tanda en el tan desvalorado primer tercio. Salieron los caballos, los puso él mismo en su lugar, y pasando el capote por su espalda ejecutó una plástica serie de cacerinas (pase creado por el maestro Pepe Cáceres, similar a la Gaonera). Y galleando lo puso en suerte rematando con un artística revolera por la espalda. El toro, ni corto ni perezoso, arrancó con fuerza al caballo, y aunque no fue la vara mejor ejecutada sí cumplió su objetivo dentro de la lidia. Con cortesía, Rincón concedió una tanda de quites al sobresaliente Manuel Libardo y ahí se iba gestando una faena de esas de ensueño, de las de antes. Los subalternos prestos a poner en sitio al toro, a banderrilearle y hacerle el quite a un toro que se perseguía hasta las tablas con mucha codicia. El brindis fue a su padre, gestor de la afición al más grande torero de los últimos años. Y ahí comenzó la magia. La sabiduría de Rincón desbordó ante un toro mucho más bravo que su anterior hermano. Con buena embestida por ambos pitones. Humillando y tragándose la muleta. Y Rincón lidiando. Citando de frente, embarcando al toro con la panza de la muleta. Pasó a la mano izquiera y para mí ahí explotó todo. Una faena esencialmente al natural. Con arte que inundaba la plaza de toros. Y el animal, un bicho que transmitía alegría en su acometida. Pases de adorno. Molinetes, de la Flores, cambiadas, en redondo cambiando de mano. Creciéndose el torero y creciéndose el toro. Otra vez la plaza estaba -o más seguía- en ebullición. De nuevo, el público todo pedía el indulto. Discutible también, no sé por algunos gestos del toro, pero sin dudas más toro que el anterior. Tampoco lo hubiese dado, pero no soy la Presidencia y yo en ese momento estaba en extasis, viendo la comunión de hombre y animal. Por obvias razones, el toro fue cubierto con el salvador manto amarillo del indulto, y retornó a los chiqueros, y muy seguramente a la dehesa, a seguir con esa línea tan Domecq que tienen los toros de Rincón. Pero que acá al menos salió con el honor de toro bravo. No la última chimba de toro, eso sí. El Maestro había dado a su padre, y a los presentes, el mejor regalo de despedida, de agradecimiento. Estabamos ante un verdadero festejo, lleno de orgullo, valor, agradecimiento y emoción. Nadie había escatimado en nada. Y Rincón daba la vuelta al ruedo, con las dos orejas simbólicas a una faena completa. Con toda la plaza a sus pies, y con todas las nacionalidades del mundo taurino, literalemente en sus brazos. El torero del mundo daba la vuelta al ruedo en su plaza, en su natal Bogotá, donde hace más de 30 años toreaba a su perro en un popular barrio de la ciudad.
De nuevo el torero Ponce. En suerte, un bravucón tan peligroso como la fiereza misma. Y aquí, nuestro amigo Enrique, nos terminó por cerrar la jeta a todos. El toro era testarudo, con sentido agudizado, de embestida corta y se revolvía sin dar tiempo para nada. Al comienzo el toro estaba pudiendo con el torero. Pero este, a base de conocimiento fue llevando la terquedad del bicho, cuajando una faena de valor inigualable. Una pelea casada entre hombre y bestia. O sos vos, o soy pero de aquí no salimos los dos vivos. Se metió, se arrimó, lidió, enfrentó y triunfó. Con la gallardía del torero valiente, el profesionalismo de un grande, con el honor del mano a mano ante el mejor torero del mundo. Entró a matarse con la espada y recibió su paletazo. Pero el hombre había triunfado. El terco animal caía redondo, y Ponce recibía una oreja (valía más su faena). Completamente desfigurado, exhausto, con el peso de la muerte a cuestas, paseando el trofeo a su valentía.
La tarde ya había sido para la historia. Faltaban dos toros y no sabíamos que esperar. La tarde decayó un poco a nivel taurino, pero el arte, la técnica y el valor había hecho de esta tarde, una tarde para la historia. El quinto toro de la tarde terminó invalidándose ante tanto golpe en los burladeros y parecía que se iba a repetir la historia de Medellín. Rincón mató al lisiado y entró al burladero, pero ante la insistencia de los presentes, salió al tercio y anunción su dedo indíce otro. El séptimo. Como quien dice, esta tarde no se quería terminar. El sexto a Ponce resultó ser el de peor comportamiento. Manseando constantemente. Ponce lo lidió con la verdad en la mano, sacando los justos pases que el manso tenía, y salió con la frente en alto, con una tarde de triunfo real, ante todo tipo de bichos, ante todo tipo de arte y técnica.
Y como no queríamos que esto se nos acabara, salió el séptimo. Un castaño quemado de incierto comportamiento. Pero al cual Rincón le enseñó a embestir, se mostró, y hizo entender que la cosa era con él. Una de esas tantas faenas que solo Rincón lograba cuajar. Sacando una faena continua y completas a toros que aparentaban no tener nada, y que muchos toreros -estrellas, no maestros- hubiesen dejado ir como si nada. César Rincón se despedida y lo hizo con todo su abaníco de técnica y pureza. Dos orejas bien merecidas. Y una vuelta al ruedo en hombros, su última vuelta al ruedo. Después se levantó a Enrique Ponce, quien entregó todo esta tarde y logró estar a la misma altura del César. Por eso ambos salieron en hombros, y su unieron en un fraternal abrazo que cerró con broche de oro una tarde donde todo se había consumado. Un abrazo tan torero, entre dos personas, dos seres humanos, que esta tarde se habían enfrentado, se habían homenajeado y habían salido triunfantes ambos, demostrando su arte y su valor. Solo hubo ganadores esta tarde y la salida por la puerta grande, a oscuras con un haz de luz que los iluminaban, parecían ambos una visión del más allá, confirmaba lo que parecía una ilusión. Se iba el más grande torero, pero no habían lágrimas. Había fiesta, baile y música. Luces de colores los despedían. Y los corazones de los presentes aún estaban digiriendo tantas cosas sucedidas en una expectante tarde de toros.
Abadía Vernaza

(Así lo captó mi humilde cámara, con un poco de manipulación fotoshopera. No es la mejor, pero es la mía. Ahí estuve.)